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Guias e Dicas
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rchitecture Ebook] Curso Básico de Proyectos - Helio Pinon, Notas de estudo de Design de Interiores

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Tipologia: Notas de estudo

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Baixe rchitecture Ebook] Curso Básico de Proyectos - Helio Pinon e outras Notas de estudo em PDF para Design de Interiores, somente na Docsity! MATERIALES DE ARQUITECTURA MODERNA / IDEAS O Los autores, 1998; O Edicions UPC, 1998 HELIO PINÓN CURSO BÁSICO DE PROYECTOS 8 EDICIONS UPC O Los autores, 1998; O Edicions UPC, 1998 7 1 Le Corbusier, Maison La Roche–Jeanneret. París (Francia). 1929 llena de períodos en que la práctica del proyecto parecía agonizar. Ello ha coincidido, en general, con momentos en los que se atribuyó a la arquitectura cometidos que no corres- ponden a su modo peculiar de incidir en la realidad, y se propiciaron con el mayor descaro incursiones en programas sociales de mayor calado. No quisiera, por otra parte, que nadie deduzca de mis palabras que tal confusión de objetivos se debe a un defecto irreversible en la visión: probablemente se deba tan sólo a una dificultad momentánea para orientar la mirada. Convie- ne señalar, a este respecto, que mientras la visión es una cua- lidad natural, la mirada es una categoría histórica. Nadie se alarme, pues no se trata de una pérdida irreparable, sino de un mero titubeo acaso peraltado por la coyuntura. Porque dar una importancia decisiva a los aspectos desfavorables de las condiciones de hoy sería desconocer las truculencias que, a lo largo de la historia, han amenizado las relaciones entre lo artístico y lo social. Parece sensato concluir que, aún cuando no han faltado tentativas de argumentar su final, nada hace pensar que la historia no consiga superar la actual sequía. Mientras algu- nos se enfrascan en la polémica sobre su definitiva clausura, no estará de más insistir en la incidencia de sus vicisitudes tanto en el proceso de las ideas y las formas como en los modos de difusión de unas y otras. Se adivina, pues, un estudiante tentado a la larga por un modelo de profesional que se ha hecho famoso gracias a una cualidad a medio camino entre la capacidad de gestión y la facilidad para las relaciones públicas; idóneo para elaborar y difundir consignas visuales de las que se ocuparán con insis- tencia las revistas especializadas y glosarán con entusiasmo los suplementos dominicales de la prensa diaria. No cabe duda de que esos pocos han conseguido un producto que gusta tanto a los críticos especializados como a los políticos, gracias a una agresiva administración de rasgos estilísticos gratos al paladar y de digestión fácil: la banalidad de los argumentos con que propagan su quehacer tiene que ver tan- to con la naturaleza del producto como con el planteamiento comercial ideado para endosarlo. Los arquitectos estrella de hoy tienen, además, la habili- dad de desviar hacia su persona el interés que en buena ley deberían despertar sus obras. Han conseguido que en para- lelo a la falta de autoría que muestran sus trabajos aumente su notoriedad personal; y ello legitima cualquier cosa: el aval de su relevancia social actúa con el efecto tranquilizador de una denominación de origen homologada. Pero no se acabará de entender el cometido social del famoso si no se advierte que su notoriedad no presupone necesariamente talento; ni su éxito, competencia. Hoy la fama no se alcanza: se consigue con sólo proponérselo. Ser famo- so se elige desde joven, y ello determina cierta actitud ante la vida y los semejantes. Es una especialidad dentro del mundo del espectáculo a la que puede aspirar cualquiera que cuente con unas cualidades básicas: tener fe ciega en el mercado y 8 9 2 Rudolf Schindler, Casa Oliver. Los Angeles (Estados Unidos). 1933 Y no es extraño: ofrece la solvencia simbólica de la antigüe- dad y a la vez incorpora el toque de modernidad que da el vidrio. Si no fuera desproporcionada la gravedad del comenta- rio, dada la escasez de su programa, se diría que invierte el sentido de la evolución histórica del clasicismo: la arquitectu- ra clásica progresa a la vez que se emancipa del corsé estilístico que tiende a homogeneizar sus productos, sin renunciar, en cambio, a la disciplina que comporta el sistema. Pues bien, los tecnoclásicos de hoy emplean los rasgos ornamentales del clasicismo por su capacidad para evocar una tradición mitificada, a la vez que abandonan la dimensión formativa de los tipos que dicho sistema arropa. Así, se consigue el máximo de proyección simbólica con el mínimo de sistematicidad, de modo que se pervierte definitivamente el sentido de la referencia clásica. De todos modos su celo no ha sido en vano, y se ha con- vertido en referencia obligada de cierta arquitectura suburba- na más o menos pareada a la que se ven abocados, con satisfacción desigual, recién casados de familias acomoda- das y ejecutivos con perro. En un marco iconográfico distante, aunque orientadas a un sector de mercado que en la práctica coincide, se sitúan esas fantasías biomórficas, vagamente ingenieriles, que in- tentan con adornar el perfil de las ciudades que quieren em- pezar el siglo con buen pie. Se consiguen, por lo común, abusando del tipo estructural responsable de su aspecto o abusando de la tecnología para encubrir su atectonicidad esencial. Consumado el abuso, se configura el producto con una idea plástica del material a menudo contradictoria con los modos habituales de su manufactura. Su atributo determi- nante es la aparatosidad; su moral, el despilfarro. Se diría que son fantasías capaces de satisfacer la curiosidad, cuando en realidad son chucherÍas que seducen sin llegar a provocar interés. Ese cariz seudotécnico que presentan estos artefactos es doblemente engañoso: violenta la propia técnica, al enfatizar aspectos irrelevantes de su dominio, y desprestigia su utilidad, al empeñarse en soluciones innecesarias sólo por su capaci- dad para seducir a un público ocioso y entregado. Encubren su vulgaridad visual con una vistosidad de ca- riz populista y autocomplaciente que inhibe la capacidad de juicio del espectador e incita a una adhesión sin condiciones. Recuperan esa imágen de lo moderno basada en una idea mórbida de lo orgánico que difundieron en los años cincuen- ta las escuelas de artes y oficios. Se apoyan en una expresivi- dad que casi siempre empalaga, y remite a un futurismo blan- do, sin convicción, que parece apoyarse en la estilización de una pesadilla. La razón de su fortuna tiene que ver con el populismo de su mensaje latente, a saber, que lo moderno, por el mero hecho de serlo, no tiene por qué resultar arisco a la mirada. Mención aparte merece ese corbusismo invertebrado, fic- ticio pero amable, que parece recién salido de un folleto promocional. Actúa con una estrategia de penetración más 12 4 Erik Gunnard Asplund, Tribunal (anexo). Gotebörg (Suecia). 1934-1937 O Los autores, 1998; O Edicions UPC, 1998 sutil -no olvidemos que se presenta como la puesta al día de la mejor tradición moderna- y se dirige a un destinatario más “culto”. Sus agentes han conseguido condensar en cada edi- ficio los efectos ópticos más rutilantes de la arquitectura mo- derna, sin que la obra sufra los rigores de una formalidad consistente. Se trata, por lo común, de edificios sin aconteci- miento, organizados en torno a unos pocos episodios banales que en realidad actúan como polos de afectación. Si la estructura se confunde a menudo con un esquema gráfico, el orden se suplanta con una sistematicidad concebi- da como extensión mecánica de lo regular. Tal pautado geomé- trico, lejos de dar consistencia al espacio, manifiesta su arbi- trariedad y descontrol. La presencia física del artefacto se resuelve con una espe- cie de dandismo plástico que apoya su pretendida elegancia en una atectonicidad manifiesta. Ofrece, además, esa tran- quilidad de espíritu con que se afronta lo excepcional ya co- nocido. Un material, con apariencia constante de naturaleza incierta y un blanco que reluce, se extiende a todo tipo de elementos arquitectónicos exhumados de los repertorios estilísticos más tópicos de la modernidad publicitaria. Ese con- tinuo material y cromático asume con descaro, como jamás ocurrió antes, un cometido no ya meramente simbólico sino claramente ornamental. Se trata del negativo fotográfico del espacio moderno: impersonal y homogéneo; ajeno al domi- nio de la concepción visual, inserto por completo en la cultura del simulacro. No quisiera concluir este apartado sin una mención espe- cial a una doctrina que hasta hace poco encandilaba, aun cuando uno diría que nació para inquietar: se trata de la que plantea el proyecto como una «deconstrucción». La practican espíritus amables e indulgentes, sobre todo consigo mismos, que confunden a menudo el orden con la regularidad. Aun- que no es escuela que se apoye demasiado en monsergas literarias, la búsqueda de esa «construcción otra» que dé cuenta de las fallas de la realidad se resuelve con el abandono de la forma como sistema de relaciones visuales que vertebra el objeto. Su idea de artefacto respira ese carácter de inmedia- tez en la construcción a que aboca el bricolage. En realidad, acaban traduciendo en imágenes el desen- gaño de quienes, convictos de estructuralismo en los años sesenta, recibieron en los setenta el influjo seductor de la ra- zón anti institucional. Lo abandonaron todo y decidieron volver del revés el pensamiento estructural, con lo que cometen una ligereza inversa de la de antaño: si entonces creyeron que sólo existían estructuras, ahora aseguran que nada merece ser es- tructurado. Pero, volviendo a los arquitectos de ese círculo, se aprecia en ellos una audacia tímida que les lleva a confundir, a me- nudo, la disensión con la travesura. Exhiben un propósito he- donista en todos sus actos, suelen estar atentos a la mínima insinuación de su ego más recóndito y frecuentan, eufóricos, esa zona del talante que comparten la vitalidad y la desvergüen- za. Son poco exigentes con el resultado de su trabajo; 14 17 6 Erik Gunnard Asplund, Casa propia de verano, Stennäs. Lisön (Dinamarca). 1937-1939 fantil al lado de lo que aquí se glosa. Pensamiento débil, relativismo, superficialidad y audacia, caracterizan a ese situacionismo de mercado que de modo indulgente los perió- dicos califican de liberalismo sin más; son, asimismo, cuali- dades que los deconstructores asumen con naturalidad, sin crítica ni desazón: al fin y al cabo, dirán, son fruto de la rea- lidad de hoy, tienen por tanto el patrocinio moral de la histo- ria; y, vistas así las cosas, ¿quién cuestionaría las peras por San Juan? POSMODERNISMO ORTOGONAL Y MANIERISMO DE RETORNO Me he referido hasta ahora a las multinacionales del espa- cio. Sus audacias estilísticas pueden suscitar reservas por lo des- consideradas, pero a la vez invitan a comprenderlas: reprodu- cen una imágen de marca, y ésa es la condición necesaria para conservar la cota de mercado que necesitan. Pero, ¿qué ocurre con la arquitectura de hoy que, aun compartiendo parte de los programas anteriores, no comulga con su agresividad empresa- rial?, ¿de qué modo esas grandes gerencias tensionan la prác- tica común, actuando como polos de atracción de arquitecturas más discretas? En definitiva, ¿qué ocurre con quienes arrostran el proyecto sin el aval de una doctrina homologada? El marco de referencia de los arquitectos que, aun asumien- do la relevancia cultural de su cometido, se muestran críticos con los estilos glosados, por moderación o por simple timidez, está configurado por la conciencia de cierta necesidad de re- pliegue moderno. Acaso, para compensar los excesos posmodernos de la década pasada. Pero, ¿a qué modernidad se refieren quienes así piensan? La cruzada posmoderna no fue la principal embestida que recibió la modernidad arquitectónica, aun cuando, por el momento en que se dio, acaso haya sido el asalto más noto- rio. Sus teóricos y publicistas despotricaban de algo -el Estilo Internacional- que hacía veinte años había dejado de practicarse. En realidad, buscaban un adversario de talla para garantizar así el éxito de la enmienda. Los realismos, de la técnica o de la tradición, consiguieron a lo largo de los años sesenta acabar con los criterios que ha- 18 19 7 Richard Neutra, Casa Tremaine. Santa Bárbara (California). 1947-1948 sin atender al orden espacial que identifica al artefacto. Al care- cer de cualquier criterio formativo referido al objeto, las obras resultan determinadas a menudo por la más inmediata lógica del programa. A partir de ahí, todo el esfuerzo parece encami- nado a garantizar momentos de calidad entendidos como ex- presión inmediata de la personalidad de quien proyecta. Tales episodios se confían, por lo común, a gestos gráficos, colisiones geométricas, desviaciones sistemáticas de la ortogonalidad y convergencias imperceptibles, todo lo cual acusa más -si cabe- lo insubstancial del artefacto. Estas transgresiones, al hacerse sistemáticas, se convierten en normas irregulares, banales por su inmediatez y ridículas en su afectación fotogénica. Pero todo lo anterior se administra con moderación, discre- tamente, como si se tratase del fruto inevitable de un progreso sin fin; diríase que se nos ofrece una novísima objetividad que por su propia naturaleza no requiere justificación ni soporta jui- cio. Porque no hay un ápice de compromiso subjetivo en esa arquitectura: los caprichos gráficos con que cada cual trata de proteger su personalidad nada tienen que ver con la acción legalizadora que en la practica artística corresponde al sujeto. Ningún propósito de universalidad en los criterios; tan sólo la confiada esperanza en una complicidad generosa. De todos modos, coincidiendo con el declive de ese posmodernismo ortogonal que he glosado más arriba, y con la baja continuada de los tipos de interés, de un tiempo a esta parte se aprecia en la obra de ciertos arquitectos, por lo común rigurosos, con mirada intensa y grado de autoestima en alza - poco propensos, por tanto, al estrellato- un retorno a lo moder- no; hecho que se aprecia tanto en la asunción de los valores espaciales abstractos como en la matriz visual de su arquitectu- ra. No se trata ya, como digo, de una modernidad óptica, que en realidad no es más que la administración moderada de ras- gos modernos de variada índole, tomando de las diferentes refe- rencias los elementos más amables, sino de una celebración a menudo virtuosa de los elementos fundamentales del Estilo Inter- nacional. Virtuosa, atenta al pormenor, que trata de redescubrir los principios a través de una consideración preciosista del aca- bado. Manierista, que finge actuar con un fundamento que en realidad no posee; pero orientada hacia ahí. Porque entre quienes así proyectan los hay que ven en ello el destino que se avecina sin remisión, y se aprestan a incorporarlo; como incorporaron otras tantas novedades durante los últimos años. Pero también hay quien se inicia en la arquitectura asumiendo una modernidad que ha tenido que rescatar del pasado, con los incovenientes de toda exhumación, pero sin la interferencia de críticos que la expliquen; la recuperación tiene a sus ojos lo fascinante de un acto de justicia histórica fundado en la restau- ración de una sensibilidad maltrecha por las lluvias de las últi- mas décadas. Ese manierismo de retorno a lo moderno procede a la inversa de como es habitual: no se trata de la relajación de un sistema debido a la mecanización de sus criterios, sino de la aproximación a un modo de concebir que se conoce por infe- 22 9 Le Corbusier, Casa del Doctor Curruchet. La Plata (Argentina). 1949 23 O Los autores, 1998; O Edicions UPC, 1998 rencia; todo ello a través de un proceso de decantación tal que libre al objeto de las adherencias que una visualidad banal le ha ido endosando a lo largo de los últimos treinta y cinco años. En muchos casos podrá hablarse de estilismo, lo que no debiera considerarse incompatible con ese modo abstracto de concebir que parece colmar los propósitos de los arquitec- tos que comento. Si se acentúa la dimensión sistemática de los estilos frente a la disponibilidad en que se funda la gestión ecléctica de los mismos, cierta aproximación estilística a la arquitectura moderna puede considerarse un estadio previo al momento de creación plena, centrado en la concepción espacial del artefacto. A ese respecto, conviene recordar que la síntesis que supuso la idea del Estilo Internacional contribu- yó en gran manera a la difusión de los principios genuinos de la modernidad durante los años cincuenta. En otros casos, cabría pensar -de hecho, en ocasiones es manifiesto- que se recurre a la modernidad por razones prác- ticas: así, no se trataría de alcanzar un modo de concebir que garantice la consistencia visual del objeto, sino la manera de resolver los problemas de organización que a menudo pre- sentan ciertos programas, vista la indefensión formal en que los expresionismos y relativismos estilísticos han dejado a quien se empeña en ordenar el espacio físico. Pero, en cualquier caso, identificando el posmodernismo abstracto a que me he referido más arriba, aquel que usa lo moderno como clisé, y sus imágenes como atuendo intercam- biable, nadie debería descalificar, ni siquiera infravalorar, el manierismo y el estilismo que comento, apoyándose en meras razones de prurito estético o rigor moral: no debe olvidarse que se trata del comienzo de un proceso de redescubrimiento de una visualidad ordenadora que las más diversas vicisitudes ideoló- gicas, estéticas y mercantiles a lo largo del siglo han tratado de escamotear; no se trata, por tanto, de un sistema de preceptos para la acción sino de un conjunto de principios de intelección visual que enmarcan la concepción del espacio ordenado. En realidad -más adelante insistiré en esta circunstancia- las condiciones históricas en que se da esa vuelta a lo moderno no son peores que las que rodearon sus comienzos y su posterior difusión: nadie debe esforzarse ahora en demostrar la legitimi- dad social de tal modo de proyectar, ni argumentar cuánto sus productos expresan el espíritu del tiempo en que se dan. No atribuyo al fenómeno más valor que el de mero indicio; nadie interprete mi glosa como una argumentación a favor de la plausibilidad sociológica del punto de vista con que afronto el Curso. Mis razones son de naturaleza estética, tienen que ver, por tanto, con la historicidad de pensamiento sensitivo, no con el grado de respuesta profesional a una u otra consigna estilís- tica. Mi propósito en este apartado no es otro que deslindar actitudes e intereses de quienes sólo a primera vista comparten ese retorno a la modernidad que al parecer se avecina; retorno que se veía venir, aunque no por ello dejará de sorprender a quienes están tan atentos a sí mismos que nunca salen de su asombro. 24 27 11 Mies van der Rohe, Lake Shore Drive Apartments. Chicago (Estados Unidos). 1948-1951 dio jamás; en cambio, son de sobras conocidas las dificultades que encontraron en su trabajo los arquitectos que produjeron sus obras más importantes en ese período de hipotético idilio con la época. Pero es difícil -se pensará, con razón- que el arquitecto actúe con el nivel de conciencia estética e histórica que presu- pone el anterior comentario. Por ello, no debería cuestionarse la legitimidad de quien quiere intervenir en el proceso histórico de la modernidad precisamente proponiendo alternativas a sus prin- cipios fundamentales. En ese caso, la cuestión pertinente sería: ¿en qué aspectos la noción de forma que ofrecen esas tentativas supone una superación estética del modo moderno de conce- bir? o, mejor, ¿se deben considerar como progresos estéticos e históricos los intentos de humanizar la concepción y moralizar la imagen que se han sucedido a lo largo de los últimos cuarenta años? Porque la intención de los objetores ha sido aproximar la arquitectura a las convecciones de lo social, liberando el juicio estético de la dependencia del objeto, como universo formal, para dar entrada a criterios que derivan de la razón o la moral. Sin embargo, los elementos básicos de sus respectivas arquitec- turas continúan siendo deudores de las categorías de la forma que estableció la visualidad abstracta. La dificultad reside en conseguir que la asunción de la mo- dernidad no se reduzca a la exhumación de un estilo o la reinstauración de unas preferencias de gusto: al insistir en el aspecto relacional de la estructura visual del objeto, la idea moderna de forma actúa en el ámbito de la concepción; previo a su manifestación fenoménica, pero a la vez inseparable de ella. Así, el proceso histórico de la concepción moderna no puede derivarse inmediatamente del material visual con que procede, aunque de ningún modo puede permanecer ajeno a él. De esa dialéctica entre autonomía de la concepción y asunción crítica del material surge la historicidad concreta del acto de proyectar y el sentido estético del objeto del proyecto. Pero el escollo principal con que se encuentra cualquier pro- pósito de regeneración es la actual ausencia de un marco de valores espaciales genuinos de la modernidad y el consiguiente desvanecimiento de las categorías visuales que propiciaron sus obras. Economía, precisión, rigor y universalidad son atributos de la arquitectura moderna que configuraron una visualidad específica en franca regresión desde hace más de treinta años. El primer obstáculo con que se encuentra el proyecto es la difi- cultad de transmitir categorías y atributos espaciales en mani- fiesta oposición a los que fundamentan el presente mercado de la imagen. A esa idea intensa de forma, que obliga a una visualidad indagadora y se colma al registrar relaciones implícitas en los episodios a que atiende, se opone hoy una noción celebrativa de objeto, que fomenta una sensibilidad autocomplaciente, fácil de compartir. Porque, cuando hablo de economía para caracterizar la idea moderna de forma, trato de acentuar preci- samente la intensidad a que conduce la relación formal entre un número reducido de elementos espaciales; nada tiene que ver, por tanto, con esa iconografía «minimal» que parece orientada 28 29 12 Marcel Breuer, Casa Caesar. Lakeville, Connecticut (Estados Unidos). 1952 justifica y la historia lo corrobora- no depende de las estadísticas que reflejan la frecuencia con que se da, no se debería valorar negativamente el hecho de proyectar en minoría, desaprove- chando así la perspectiva que las actuales condiciones históri- cas ofrecen para el conocimiento y práctica del modo moderno de conformar. Tampoco parece prudente concluir lo contrario, a juzgar por el incipiente y singular retorno a la arquitectura moderna que se aprecia en los proyectos escolares y en las arquitectu- ras que cada vez con más frecuencia recogen las revistas es- pecializadas. En realidad, hay que distinguir -como se ha vis- to más arriba- entre lo que sea auténtico interés por la arqui- tectura moderna y el Estilo Internacional -concepto irreprocha- ble, entendido como modo de concebir-, y el mero uso instru- mental del «lenguaje moderno», expresión con la que a partir de los últimos años sesenta se ha querido designar la manifestación sistemática de la arquitectura moderna; y con ello, acaso sin advertirlo, se ha extendido la creencia en la autonomía y dispo- nibilidad de lo aparente respecto a un núcleo de contenido, trascendente y necesario. En efecto, la noción de lenguaje como instancia codifica- da de operatividad inmediata caló pronto en la conciencia de la profesión, hasta el extremo de configurar un modo de enten- der la arquitectura que hoy todavía perdura. El término «lengua- je» enfatiza su aspecto transitivo, referencial, y en tanto que co- mentario a esa otra vertiente más determinada de lo arquitec- tónico, generalmente identificada con los aspectos funcionales y técnicos, parece tener garantizada su propia autonomía y una arbitrariedad esencial. El recurso a lo moderno «como lenguaje» resalta, como digo, la vertiente operativa que desde el principio se asoció al término. Y como -¿por qué negarlo?- la arquitectura moderna ofrece, incluso en este aspecto, un repertorio de soluciones a los problemas más variados sin competencia en los «lenguajes» que la han seguido, no es difícil comprender el interés, aunque sea instrumental, que suscita desde hace un tiempo. La modernidad como modo de concebir la totalidad del objeto es, claro está, una cosa bien distinta. De todos modos, se dirá con razón, más allá de esa mo- dernidad táctica, estrictamente epidérmica, que parece atem- perar el relativismo fantástico de los últimos años, se aprecia una vuelta a lo moderno en arquitectos que, sin pretender estar a la última, tienen cierta conciencia de responsabilidad en sus actos. Se tratará, en todo caso, de comprobar hasta qué punto el retorno muestra sólo la resignación con que se acepta un final de vacaciones, o tiene que ver, por el contra- rio, con la asunción de una manera específica de concebir propia del modo moderno de construir la forma. He argumentado hasta aquí la vigencia estética de la for- malidad moderna y la legitimidad histórica, por tanto, de con- tinuar el proceso de su desarrollo. Pero, aparte de las razones estéticas e históricas, que deberían bastar para justificar la opor- tunidad de mi sugerencia, se dan hoy unas condiciones cultura- les que favorecen la práctica de tal noción de arquitectura. Tra- 32 33 14 Mies van der Rohe, Capilla I.T.T. Chicago (Estados Unidos). 1949-1952 taré de glosar, para concluir, ese cúmulo de circunstancias que a mi juicio invitan a la práctica de esa arquitectura. Por una parte, existe una arquitectura comercial que col- ma las demandas más acuciantes del mercado; ello evitará a quien retome la concepción moderna sacrificar su arquitectura a la expresión de su oportunidad histórica, por un lado, y a las exigencias de la popularidad, por otro: el relativismo y la indife- rencia a que conduce el talante liberal que hoy impera ofrecen, sin duda, un razonable campo de acción a quien quiere conce- bir de uno u otro modo. Todo ello favorece la asunción de una modernidad genui- na, desprovista del halo ideológico con que hubo de mostrar- se en la primera mitad de siglo para parecer un producto necesario de la sociedad y la técnica; abandonado cualquier propósito de hegemonía, por cuanto tampoco se trataría de aspirar a una historicidad avalada por el consumo, la arqui- tectura moderna podría darse hoy sin la presión de hipotecas expresivas, lo que favorecería sin duda la emergencia de ar- quitecturas realmente creativas e innovadoras, tanto en su for- malidad como en su apariencia. A salvo de recursos estilísticos y clisés figurativos, la asun- ción contemporánea de la modernidad artística debería fun- darse en el reconocimiento de esa visualidad más empeñada en establecer relaciones que en valorar imágenes, con una idea constructiva de la mirada frente a la mera complacencia de la visión. Tal repliegue supondría reconocer esa vía indirecta por la que los productos del arte comentan los hechos de la realidad, lo que implicaría la renuncia a ciertas aspiraciones de inciden- cia social inmediata que han ido tomando cuerpo a lo largo del siglo. Respecto a lo que hoy es habitual, una práctica del pro- yecto como la que apunto, orientada a una experiencia intensa del espacio a través de una concepción rigurosa de la forma, contempla un arquitecto con menor relevancia social, y una arquitectura cuya presencia pública sería probablemente más discreta. En realidad, se trataría de redefinir el cometido público del creador, empezando por renunciar a su protagonismo, des- de la plena conciencia de un modo distinto de asumir su inter- vención en la historia. Conviene aclarar, no obstante, que la modernidad no se plantea aquí como alternativa cultural de los estilos que hoy arrasan, ni se orienta a heredar su hegemonía. Ha quedado dicho que la propuesta se apoya en la existencia de una ar- quitectura de éxito que tenga entretenidos a los críticos y ocu- padas a las instituciones culturales. Es una propuesta dirigida a sujetos “únicos, como las go- tas de agua”: distintas entre sí, pero de una misma substan- cia, que es también la del océano. El marco de la sugerencia es un curso de proyectos de una universidad pública no un simposio para ociosos y publicistas. Nadie debe percibir en mis palabras el menor propósito de polémica: tan sólo son la oferta de un espacio de acción propicio para la práctica del proyecto, liberado, por fin, tanto de los propósitos redentores de antaño como de las urgencias mercantiles de hoy. No es el 34 16 Alvor Ago, Universidad pedagógica. Jyvêskylã Finlandia). 1950-1953 O Los autores, 1998; O Edicions UPC, 1998 37 ser compatibles pero pertenecen a universos distintos, propicia esa intensidad visual que caracteriza a los productos de la ar- quitectura auténtica. La disciplina que supone acatar las con- venciones aleja, por otra parte, la tentación de ese pintoresquis- mo de lo azaroso que a menudo se reconoce como valor, aun- que en realidad no es otra cosa que el fruto inconsciente de una aleatoriedad sin forma. Lo convencional del programa no presupone -ni propicia, por tanto- una arquitectura amparada en la inercia. Por el con- trario, la tipicidad de las hipótesis de partida trata de forzar a que esa vivencia previa que el proyecto exige sea sobretodo arquitectónica: no limitada a un habitar desinhibido de depen- dencias domésticas más o menos violentadas por la fantasía, sino que constituya una auténtica experiencia visual de la rela- ción que definirá el soporte espacial del proyecto. La elección de los motivos del proyecto en el ámbito de las convenciones básicas del habitar tiene un propósito comple- mentario: poner trabas a esa tendencia común a identificar el germen del proyecto con un producto seudoliterario de difícil comprensión, cuajado de prejuicios y deseos, al que se llama «idea». Se confía en que con ese romance ya se tiene lo funda- mental del proyecto: el paso siguiente es encontrar un atuendo radical que se amolde a los episodios más sobresalientes de la narración. Lo convencional de los programas que aquí se plan- tean no invita a la elucubración en que casi siempre se ampara la dificultad para concebir la forma. En cambio, el actuar sobre convenciones estimula la imaginación, entendida como una fa- cultad del conocimiento visual, no como cualidad vaporosa próxi- ma a la ensoñación. Esa idealización del proyecto, reducido a la expresión físi- ca de la “idea”, deriva de un mal entendido que anida en muchas conciencias: lo que les lleva a contraponer lo abs- tracto a lo visual, cuando en realidad la oposición oportuna se da entre lo abstracto y lo figurativo. Al obviar la diferencia fundamental entre lo visual -reconocimiento sensitivo de for- mas- y lo figurativo -representación sensitiva de imágenes-, para ser abstracto se intenta a menudo transplantar el discurso de la forma al ámbito de lo literario, cuando no a lo estrictamente metafísico. Esta operación excluye la concepción del universo de lo visual y, por tanto, del ámbito de la arquitectura: el proyec- to queda así confiado a la expresión inmediata de fantasías pri- vadas, cuando no a la transcripción gráfica del desasosiego más íntimo. Llegado a este punto, quiero insistir en la visualidad como condición de la concepción arquitectónica -y, por tanto, del juicio estético en que se funda- y a la vez subrayar los efectos que la falta de consideración de lo visual ha tenido en el desarrollo de la arquitectura moderna. El abandono de la mimesis como modo habitual del arte que, como se sabe, llevaron a cabo las vanguardias construc- tivas de principio de siglo, supuso un replanteo del papel de la intelección en la práctica artística: la visión jugó en adelan- te un papel decisivo en la formación de objetos nuevos, autorreferenciales y consistentes en su estructura formal. Una 38 39 17 Alfonso Eduardo Reidy, Museo de Arte Moderno. Río de Janeiro (Brasil). 1954 que nada tienen que ver con la cualidad artística de lo filmado. La experiencia de las cosas actúa como lo consabido en que se apoya el director para construir una realidad estrictamente visual, artística, sin violentar más allá de lo prudente la capaci- dad de abstracción del espectador. Realidades ambas, la de la historia y la de su narración visual, que pertenecen a sistemas lógicos distintos y diferentes. También aquí ocurre cuanto seña- laba Ortega a propósito de la imposibilidad de enfocar a la vez el jardín que vemos por la ventana y el vidrio a través del que miramos: o se atiende a cómo y qué presenta la pantalla -al cine, en definitiva- o se sigue esa realidad de los hechos que, más allá de lo que muestra la pantalla, integran la historia en la conciencia que el espectador tiene de su desarrollo, como expe- riencia de lo vivido. En tanto que construcción formal, que contiene pero no se pliega a la lógica del argumento, la narración cinematográfi- ca sería el equivalente estético de la estructura visual de la arquitectura: condición formativa de esa otra estructura deter- minada por la lógica de la realidad convencional, que es materia de la obra pero en absoluto principio formal de la misma. Esa diferenciación entre realidad estética, de natura- leza visual en los sistemas artísticos que trato, y realidad de las cosas, de naturaleza racional, que Ortega describió con cla- ridad admirable, no ha estado siempre lo bastante clara en la conciencia de los arquitectos; y este hecho ha tenido conse- cuencias funestas en el desarrollo de la modernidad. A finales de la década de los años cincuenta aparece una inflexión en el modo de aproximarse a la arquitectura moderna: se rechaza la visión fenoménica que hasta entonces había de- terminado la práctica del proyecto, por considerarla superficial y estilística, y se quiere construir una modernidad transcendente y teórica; como corresponde, se pensó, a la importancia de su cometido. Tal sustitución de lo visual por lo teórico marca el inicio de una serie de rectificaciones que a lo largo de los últi- mos cuarenta años han tratado de alcanzar la modernidad “au- téntica”, aunque en realidad no han hecho otra cosa que per- vertir su principio esencial: han determinado el abandono de la forma del objeto como ámbito de verificación de su consistencia estética, para instaurar de nuevo marcos legales exteriores y aje- nos a su constitución específica. Pero la ligereza de los objetores no hubiera pasado de constituir un episodio simplemente inoportuno desde el punto de vista de la historia de las ideas y de las formas, de no ser por la incidencia que tuvo en la práctica profesional del pro- yecto. En efecto, a mediados de los años cincuenta, la arqui- tectura moderna había arraigado en la conciencia de los ar- quitectos que asumían de algún modo la dimensión cultural de su quehacer; arquitectos que, como es natural, se enfren- taban al proyecto con los instrumentos que les ofrecía una profesión aprendida empíricamente: muy pocos tenían con- ciencia teórica de decisiones que a menudo tomaban con inne- gable pericia. La presunta autoridad teórica de los enmendantes, peraltada por las ínfulas intelectuales de sus argumentos, dejó 42 19 Jose M. Sostres, Hotel. Puigcerda, Girona (España). 1956 O Los autores, 1998; O Edicions UPC, 1998 43 sin respuesta a unos arquitectos acostumbrados a pensar con la mirada y expresarse con el lápiz. No cabía esperar ninguna capacidad de reacción de en unos profesionales que habían sido adiestrados para no considerarse artistas; es más, que encontraban la razón de su actividad precisamente en la su- peración histórica de la arquitectura que por ser artística -se les dijo- había dejado de servir al hombre. Dejaron de proyectar como sabían e intentaron adaptarse a las doctrinas de quienes trataban de corregir los rigores de la modernidad. Al quebrarse la convención estética que el Estilo Internacional había supuesto desde el final de la guerra, des- aparecieron las condiciones para una práctica profesional esta- ble: en adelante, el arquitecto se vio obligado a optar constan- temente entre programas estéticos de naturaleza diversa o bien dejarse llevar por la corriente dominante, según dicte la coyun- tura. Sólo en casos contados alguien decidió proyectar al mar- gen de cualquier programa, con la convicción de que el ser moderno autoriza a ello; o mejor, que la garantía de la moder- nidad es precisamente actuar así. En tal situación se encuentra el profesional desde enton- ces: sin la mínima conciencia estética de sus actos como para ser responsable de la arquitectura que produce y, lo que es peor, sin el sistema de convenciones que soporten una activi- dad capaz de estabilizar y dar sentido a la práctica del proyecto. Se trata, en realidad, de un cambio esencial en la historia de los arquitectos: desaparece la figura del profesional para dar entra- da a un estilista subalterno, que debe demostrar a diario su competencia siendo capaz de reproducir consignas gráficas que la crítica valora. Con una capacidad para ordenar espacios en franca decadencia, el arquitecto contemporáneo seguirá las pautas que en cada momento dicte el más reputado de entre los que interpretan a diario el espíritu del tiempo. De todos modos, la quiebra de las convenciones visuales que fundamentaron la práctica profesional de la mejor arqui- tectura del siglo y la insuficiencia del criterio estilístico basado en la mímesis, tuvo que compensarse con un código de princi- pios teóricos o metódicos desde el que cada arquitecto debía actuar. Ello supuso el abandono de lo visual como ámbito pri- vilegiado del juicio estético, como vía específica de verifi- cación de la consistencia formal del objeto, para adoptar ins- tancias y criterios más trascendentes. Así, se abandonó la propia lógica de la constitución del objeto, como artefacto ordenado por leyes que le son propias, y se reinstauró el juicio en un mundo de reflejos del pensamiento racional o la conducta moral. Cualquier juicio acerca de la obra debía apoyarse en la realidad o moralidad de las ideas que la fundan; con ello se invertía el sentido del proceso de autonomía de lo estético que dio lugar a la modernidad artística. En efecto, el plantea- miento trascendente de la arquitectura que asumieron los enfo- ques realistas -y a este respecto, no importa que se trate de realidades sociotécnicas o realidades de la tradición- tuvo una primera consecuencia fatal: desplazar los criterios de jui- cio desde el ámbito de la forma al de las condiciones en que la forma se da. El objeto pasó a ser un ente transitivo que expre- 44 47 21 Corrales / De La Sota / Molezún, Residencia infantil. Miraflores, Madrid (España). 1957 Los críticos de arte se manejan con relativa soltura en lo que respecta a las obras: las describen, clasifican, adscriben, anali- zan y, cuando consideran que han cumplido, las dejan, y a otra cosa. Bien es cierto que esa condición de sufrido tentetieso que acaban asumiendo los productos del arte favorece semejante proceder; de todos modos, los críticos cumplen su misión sin entusiamar pero con tablas. Otra cosa es cuando se trata de enjuiciar la labor del artista, esto es, cuando hay que hablar de arte, ya no de glosar sus eventuales manifestaciones. Ahí las clasificaciones son mas peligrosas y, como se trata de mostrar seguridad y convicción, se simplifican las cosas hasta incurrir en ligerezas como las que en adelante esbozaré. Hace unos treinta años era práctica común entre los críticos de cine clasificar a los directores en artesanos y creadores. De ese modo, se evitaba el abuso que hubiera supuesto considerar artista a todo realizador, por el mero hecho de dirigir películas. Guardando para unos pocos el atributo de creador, se trataba de no incurrir en contradicción al referirse al cine como produc- to de la industria. El universo de los directores quedaba así divi- dido en dos ámbitos: el de los profesionales y el de los artistas. Los primeros debían el calificativo a su capacidad para usar con destreza las reglas y criterios de un oficio aprendido empíri- camente en progresivos meritoriajes y ayudantías, aunque se les consideraba incapaces de trascender esa disciplina e ir mas allá de la pura narración de una historia, elegida casi siempre por el productor. Los creadores eran otra cosa: liberados de las nor- mas convencionales, lo suyo era sobrevolar la realidad con pro- vas con que colma su sentido estético y se convierte a menudo en testimonio material de una imagen -visión interpretada- que conecta con valores ajenos al universo de lo artístico. El repentino auge que a finales de los años sesenta tuvo la idea de la arquitectura como medio de comunicación de masas tiene que ver con el descrédito de la visualidad como facultad formativa, al que con tanta eficacia contribuyeron los guardia- nes realistas pocos años antes. El mito de la arquitectura par- lante, que tanta fortuna conoció durante esos años, configuró de modo definitivo esa idea transitiva de arquitectura que, em- peñada en la difusión de mensajes, reduce a cero su empeño formalizador autónomo. La arquitectura como lenguaje está en el origen de los sistemas neovanguardistas que hegemonizaron publicaciones y congresos a lo largo de los años setenta. Ese proceso de desartización de la arquitectura, de aleja- miento de los modos y criterios del arte, que se inició con los años sesenta, tuvo una primera fase donde lo visual aparece sustituido por lo teórico -lo estético, por lo racional o moral-, que corresponde al realismo y las neovanguardias; y una se- gunda fase donde lo visual se reemplaza por lo simplemente vistoso -lo estético, por lo comercial-, que comprende el ciclo que se inicia con el posmodernismo y continúa con los estilos más osados de la arquitectura de los últimos tiempos. 48 ARTESANOS Y CREADORES 22 Harry Seidler, Casa propia. Pymble (Australia). 1957 O Los autores, 1998; O Edicions UPC, 1998 49 grado de determinación con que se actúa en uno y otro caso. La conducta del alpargatero está guiada en cada momento por el conocimiento del oficio y la referencia al modelo: el nivel de ambigüedad es mínimo, sólo depende de las peculiaridades del material con que en cada caso se trabaja. La narración del episodio más banal de la Guerra de Secesión jamás puede estar determinada, en cambio, por convención fílmica alguna: por muy asumido que se tenga el criterio narrativo basado en la alternancia entre plano y contraplano, u otras convenciones ins- tituidas por la práctica, esas habilidades no bastan para conce- bir una descripción cinematográfica, pues en cada momento las posibilidades son infinitas. Los criterios para decidir en cada caso no dependen de una mera competencia artesanal: tienen que ver con la capacidad para concebir, apoyada, eso sí, en el conocimiento de determinadas convenciones narrativas que la tradición ha acumulado y el sujeto asume libremente. No hace falta insistir, como se ve, en la diferencia esencial entre el trabajo del alpargatero y el del narrador cinemato- gráfico: el propósito de mi argumentación no es sólo denun- ciar que el predicado “artesano” no conviene a la actividad de quien describe visualmente, aunque lo haga de modo téc- nicamente correcto. De todos modos, acaso se escogió mal el calificativo, pero parece clara la intención de quien lo administra: definir un nivel de competencia profesional caracterizado por el uso de recursos técnicos solventes pero conocidos. Sobre ese mag- ma destacaría el trabajo de los auténticos creadores, aquellos a quienes sólo se les reserva la condición de artistas. No cabe duda de que los críticos reservan atributos excep- cionales a los artistas, porque todo el arte es, a su juicio, algo excepcional. Y en eso se podría estar de acuerdo: el proble- ma se plantea al preguntarse cuál es el marco de referencia de una excepcionalidad realmente estética y cuál el de la mera singularidad psicológica, aquella que distingue a un tipo de artista que operetas y seriales televisivos han reflejado con admirable fidelidad. El arte se asocia casi siempre con una práctica extraordinaria relacionada con la originalidad, pero no con la que se entiende en sentido etimológico, sino aquella que se mide por la cantidad de sorpresa que provoca en el especta- dor. La excepcionalidad del arte no reside en la afectación espiri- tual o sensitiva con que se corrige o adorna un producto conce- bido según la lógica de la razón común: es específico de la práctica artística el uso atípico, excepcional, de las facultades del conocer para concebir formas consistentes que se fundan en las relaciones entre la estructura intelectual y la estructura visual de los objetos que las contienen. No se comprende, pues, por qué se relacionan tan a menudo la excepcionalidad con la in- competencia, como si sólo lo incorrecto pudiera acceder al uni- verso de lo sublime. Usar unos recursos técnicos más o menos compartidos no garantiza la artisticidad del producto, eso es cierto, pero no por ello se debe concluir que la dificulta, como se deduce de esa idea novelesca de arte que con demasiada frecuencia ha 52 53 24 J. A. Coderch, Viviendas en la calle Johann Sebastian Bach, Barcelona (España). 1958 inspirado la conciencia de los arquitectos. El problema es reco- nocer si los recursos técnicos, convencionales o no, aportan consistencia visual -en el caso del cine- a la historia que motiva la película, de modo que la lógica cinematográfica de la narra- ción adquiera un sentido propio capaz de comprender el del argumento, pero de ningún modo estar determinada por él. Pero no parecen estar los tiempos para recibir con entusias- mo tal idea de actividad artística: en general, se confía al crea- dor un cometido más épico y notorio; además, conviene que sus productos se identifiquen con claridad: la crítica no suele confiar en explicaciones que cuenten con la capacidad de juicio del espectador. Por el contrario, los críticos a menudo lo suplantan, al incurrir en valoraciones que en realidad correspondería ha- cerlas al destinatario de la obra. En realidad, el cometido específico de los críticos debería centrarse en desvelar el sentido formal de la obra en el marco histórico en que se da, como paso previo al juicio estético propiamente dicho por parte del usuario. Pero en su afán por legitimar lo que ocurre fuera de sus dominios, los críticos a menudo se exceden en sus funciones y ofrecen la obra ya vista y juzgada, con lo que anulan -o, mejor, monopolizan- la acción crítica del sujeto que, como se sabe, es el momento esen- cial del arte moderno. La dicotomía artesanos/creadores, con cuya glosa he ini- ciado este apartado, se funda en la falsa conciencia acerca de otra dualidad que anida en la crítica de la mayoría de actividades artísticas: la que se establece entre oficio y talen- to, pareja de conceptos que induce a error porque se asume como opción alternativa y no como estructura que vincula dimensiones complementarias de una misma práctica creativa. En el marco de una idea mítica de arte, a la que me aca- bo de referir, el oficio se entiende como el conjunto de habili- dades casi manuales que garantizan un proyecto exclusiva- mente racional y, por tanto, antiartístico. Es como si el propio concepto de oficio reuniese aquellas competencias cuyo ejerci- cio, por lo conocido y esperable, comprometiera sin remedio la propia esencia singular de la obra de arte. El talento, en cambio, parece actuar sobre la nada: se con- sidera una cualidad superior que ennoblece cuanto inspira. Se diría que opera sin normas, sólo a golpes de genio de quien proyecta. El talento produce objetos radicalmente distintos; no por dotar a su proceso de una lógica particular, sino por trans- mitir a quien lo tiene un don especial que se transfiere a sus criaturas y las convierte en arte. En las escuelas casi siempre se trata de impartir talento, no de garantizar oficio: desde hace unos años menudea un tipo de arquitecto singular, sin precedentes en la historia, que responde al programa didáctico asimismo insólito de formar ar- quitectos con talento pero sin oficio. El desprestigio del oficio al que se asiste desde hace años se debe, a mi juicio, a un doble motivo: por una parte, la inexistencia de un sistema de concepción arquitectónica ge- neralizado en la conciencia de quien proyecta hace difícil pensar en un cuerpo disciplinar más o menos estabilizado; 54 26H. Gunnlôgsson, Casa propia. Rungstet (Dinamarca). 1958 O Los autores, 1998; O Edicions UPC, 1998 57 marca, como se vio, el inicio de la modernidad artística en sen- tido estricto. En este punto, conviene insistir en el carácter esencial- mente visual de la construcción abstracta y resaltar, en conse- cuencia, el principio inequívocamente sensitivo de la forma moderna. La exigencia de universalidad que comporta la abs- tracción obliga a poner el acento en el momento intelectivo del juicio estético, pero ello no significa que sensación e inte- lección actúen como polos de una oposición irreductible: es característica del arte moderno la acción conjunta de los sen- tidos y las facultades del conocer: imaginación y entendimiento. Facultades que en la identificación de la forma actúan de un modo atípico, distinto de cuando intervienen en el conoci- miento racional de la naturaleza. Es en el dominio de lo vi- sual, determinado por una “visión inteligente”, donde se produ- ce el juicio estético y, por tanto, se dan las condiciones para la concepción de la forma. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la tendencia compulsiva a la novedad constante? Hay que señalar, ante todo, que tal empeño innovador no surgió de manera espontánea, como fru- to de la inquietud psicológica de los arquitectos de la posgue- rra: durante los últimos años cincuenta, la consolidación del Estilo Internacional empezó a preocupar a ciertos críticos que veían en ello la esclerosis efectiva de una arquitectura que a su juicio había nacido para ser variada. Para contrarrestar el fenó- meno se afanaron en publicar teorías e historias de la arquitec- tura moderna que subrayaban una presunta matriz antiestilística La atrofia de la visualidad en la arquitectura del último tercio de siglo está directamente relacionada con uno de los ídolos de la falsa conciencia moderna que más han tenido que ver con el abandono de sus principios esenciales: la necesidad de innova- ción constante. Pero, ¿de qué modo la obsesión por innovar puede deberse a una merma en la visualidad? He dicho antes que el abandono de lo visual como ámbito específico de la forma arquitectónica se relaciona con una extrapolación confusa de la oposición real entre lo figurativo y lo abstracto: identificando erróneamente lo figurativo con lo visual, queda lo abstracto en ese limbo vaporoso de las ideas literarias o los propósitos morales. La confusión entre lo figu- rativo y lo visual se dio probablemente por sobrevalorar la matriz sensitiva de uno y otro dominio, mientras que para lo abstracto se resguarda ese ámbito inmaterial cuyo acceso se reserva a las ideas. Pero, como se sabe, lo figurativo y lo abstracto no se diferen- cian por el grado de materialidad de sus universos respectivos, sino por el modo de concebirse los objetos en uno y otro domi- nio: en el ámbito de la figuración se procede por mímesis y se enfatizan los aspectos particulares de las cosas, su apariencia; en la abstracción, por contra, se procede construyendo - instaurando sistemas de relaciones visuales-, y se enfatiza el as- pecto más universal de los objetos, su forma. Se trata, pues, de dos modos distintos -opuestos- de entender la naturaleza del objeto artístico, caracterizados por la idea de reproducción y concepción, respectivamente. Modos cuya sustitución histórica 58 CRÍTICA DE LA INNOVACIÓN CONSTANTE 59 27 Íñigo / Giráldez / Subías, Facultad de Derecho, Barcelona (España). 1958 garante de la forma y sustituye su autoridad por un acto de concepción, en el que una estructura específica que dé cuenta del programa concreto persigue la consistencia formal que en el clasicismo garantizaba el tipo arquitectónico. El estilo deja de actuar, en este caso, como una instancia operativa, puesto que no se trata de realizar ningún esquema previamente existente, sino de concebir de nuevo un objeto en el que forma y aparien- cia no pueden considerarse por separado, son atributos de una misma realidad. De modo que en la arquitectura moderna el estilo pasa a ser una cualidad visual de la concepción, que actúa en un marco de relaciones espaciales en el que el proyec- to adquiere identidad histórica. Identidad que no hay que con- fundir con la legalidad estética, que en la arquitectura moderna se alcanza sólo con el acto supremo de creación que supone la concepción específica de la obra. Vistas así las cosas, no debería escandalizar a nadie el que la arquitectura moderna pueda actuar con aprioris estilísticos. Pero conviene señalar que corresponden a una noción de estilo claramente distinta de la que es común al conjunto de los estilos históricos: el proyecto moderno se apoya, en efecto, en determi- nados criterios de concepción que corresponden a instituciones visuales propias de una idea compleja y abstracta de forma. Rasgos que no tienen nada que ver con los elementos de com- posición que los estilos académicos gestionan con criterios de unidad fundados en la jerarquía como principio supremo de relación. Estos criterios de la forma moderna, esas instituciones visuales a las que me he referido, actúan como categorías de la conciencia visual que da coherencia a la concepción de la for- ma. Objetar la existencia de esas categorías es como objetar la propia idea de modernidad. En realidad, no es otra cosa lo que se está haciendo cuando se intenta reducir su aportación histó- rica a la puesta a punto de un método operativo transparente; tal instancia objetiva actuaría como entramado neutro sobre el que cada arquitecto urdirá su particular visión del tiempo con la expresión de sus afectos y desamores más íntimos. Pero la consecuencia más negativa para ese proceso fue la renuncia a la concepción formal de la obra a que aboca la enmienda anterior. En efecto, se difundió la creencia de que aplicando con rigor un método deductivo quedaba garanti- zada la calidad de un objeto que en adelante estaría libre de aprioris estéticos; en adelante, sólo aparecería determinado por el peso de la tecnología o la tradición. En realidad, la en- mienda supone una desconfianza en la capacidad de la forma moderna para autorregularse; significa la negación de la propia idea de forma como entidad autónoma, dotada de una consis- tencia interna, compatible con las condiciones de los progra- mas pero irreductible a una consecuencia directa y unívoca de las mismas. Entender el objeto como producto final de un méto- do neutral que procesa las condiciones y circunstancias que concurren en cada proyecto, es el mito que fundamenta el olvi- do del principio esencial de la arquitectura moderna: la asun- ción de la capacidad legisladora por el propio objeto, orientada a concebir un artefacto antes inexistente, dotado de consistencia formal autónoma. 62 29 Martorell / Bohigas, Viviendas de la calle Roger de Flor. Barcelona (España). 1954-1958 63 El hecho de que el correctivo no fuese radical en sus mane- ras -siempre se hizo desde la proclamada asunción de continui- dad- fue quizás la causa de la escasa atención que la crítica posterior ha prestado a la trascendencia de la confusión que provocó la enmienda; confusión de la que todavía hoy se sien- ten los efectos. En realidad, el abandono de la concepción mo- derna, bajo la acusación de actuar con prejuicios que la orien- tan hacia una iconografía «seca e impersonal» -tan estilística como la propia de las arquitecturas académicas, argumentan los objetores- no garantiza el advenimiento de una estética neu- tral, libre de los excesos de la abstracción. Por el contrario, abre las puertas a figuratividades afectivas que se amparan en la técnica o la tradición como coartada moral para convertir la práctica del proyecto en una actividad lúdica sólo regulada por la lógica común. En el fondo de las objeciones había, como se vio, un mal- entendido sobre lo que realmente supone la idea moderna de forma, confusión que afecta a dos aspectos: por un lado, se funda en un funcionalismo esquemático -“la forma sigue a la función”- de sobras comentado a lo largo de este texto; por otro, confía en la irrepetibilidad de los objetos -no hay dos casos iguales-. La primera faceta del error actúa como coartada de la segunda: así, se establece el principio de la originalidad ontológica del arte moderno hasta el extremo de que basta predicarla de cualquier artefacto para que se considere garantizada su cali- dad artística. El antiestilismo que la crítica de mediados de siglo endosa a la arquitectura moderna se debe sobretodo a la convicción de que el estilo se oponía al método: se consideró que restringía su libertad de acción y dotaba a los resultados de una apariencia común, ajena a las peculiaridades del programa. Insensibles a los valores espaciales, formales, que derivan de la concepción del objeto, los críticos sobrevaloraron la entidad de esa aparien- cia común que se dio en llamar Estilo Internacional. Comuni- dad asistemática de rasgos a la que paradójicamente se atribu- yó capacidad normativa, convirtiéndola en equivalente metonímico de la arquitectura como un todo. Al rechazar el Estilo Internacional desde la objeción que comento, se incurre en actitud análoga a la de quien glosa las similitudes de toda la literatura española del Siglo de Oro por el hecho de estar escrita en castellano antiguo; en realidad, revela la incapacidad para apreciar los valores literarios de la narración de cada obra en particular. Entendida la modernidad como una gestión heurística del programa, sin otros criterios que la transparencia a la función y cierto compromiso técnico, se explica la obsesión de los críticos por rechazar los criterios visuales con los que se construyó la espacialidad moderna. Pero, con una idea más elaborada de modernidad, que confía la identidad formal del objeto al mo- mento de la concepción, el estilo no es la antítesis del acto en que se forma idea visual del objeto: es precisamente el ámbito en el que la concepción se da. El estilo, así entendido, ya no es un corsé sistemático y simbólico: es el marco estético que da historicidad a un artefacto cuya legalidad formal específica deri- 64 30 Moragas / Riba, Viviendas de la calle P. Antoni M. Claret. Barcelona (España). 1958 O Los autores, 1998; O Edicions UPC, 1998 1 ON At TES O NA a [E sio 67 contemplan: infringe los hábitos vigentes, y a ello atribuye su excepcionalidad. En realidad no actúa como sujeto, lo que le llevaría a plantearse la universalidad de sus acciones, sino como individuo, ajeno y extraño a los demás, inasequible por tanto a cualquier juicio que provenga de ellos. Raramente el innovador empedernido se preocupa por los atributos de la forma, ese orden supremo que disciplina la materia y da identidad al arte- facto. Probablemente, porque el ámbito de lo formal tiene ese carácter implícito y es de acceso más costoso que el de los ma- teriales que ahorma. Es lógico que sea así; porque, si por un momento se aban- dona el plano del objeto y se considera el de su forma, el empeño por innovar pierde casi todo su sentido. En efecto, si lo específico de la idea moderna de arte es la importancia que en ella adquiere el momento de la concepción, operación de síntesis por la que se genera un artefacto dotado de consistencia autónoma, la eventual coincidencia de esa estructura formante con lo esperado, o la existencia o no de espectativas a ese res- pecto, es una circunstancia irrelevante. La autenticidad y consis- tencia visual de la obra, aquello que garantiza su artisticidad, se medirá por la capacidad de su momento formal -sintético, creativo- para dar cuenta del programa a través de un modo propio de ordenar los materiales del proyecto. Que estos mate- riales sean o no innovadores no es significativo desde el punto de vista del arte; lo que importa es la relación entre la estructura que les da consistencia como artefacto y los atributos sensitivos que derivan de su materialidad. La cuestión de la originalidad es, por tanto, irrelevante desde el punto de vista de la concepción moderna: no se trata de obtener productos nuevos sino de construir objetos genuinos, cuyos atributos formales den cuenta a la vez de su estructura visual y de su programa. Artefactos que resuelvan sus contradic- ciones internas por medio de la síntesis de la forma, establecien- do un orden que estructure el proyecto sin violentar las lógicas particulares de los elementos que lo constituyen. Tal noción de lo auténtico conduce a una idea de verdad como coherencia inter- na, inseparable de la consistencia formal que garantiza la esta- bilidad del objeto, aun cuando cambie o desaparezca el pro- grama funcional que estimuló su concepción. 68 69 32 Moragas / Riba, Cine-Bar Liceo. Barcelona (España). 1957-1959 Si se actúa, en cambio, en el marco de una idea de arte fundada en la acción estructurante del sujeto, regulada por una aspiración consciente a lo universal, se reinstaura el objeto en el ámbito de la consistencia formal que lo identifica y le confiere singularidad. La capacidad de juicio, de reconocimiento de for- ma, es ahora la facultad que relaciona la concepción y la expe- riencia de la obra; capacidad que presupone “el juego libre de las facultades del conocer”: imaginación y entendimiento. Fa- cultades que contribuyen a una acción creativa que las trascien- de y culmina en un acto supremo de intelección visual. Resituada en el ámbito de su competencia, la imaginación sería de nuevo una condición del juicio que está en la base tanto del reconocimiento como de la creación de forma. En tanto que facultad de representar idealidades, la imaginación atribuye consistencia visual al sistema de conceptos heterogéneos sobre el que se apoya la concreta formalidad de las obras de arquitectura: ese es su cometido esencial, su contribución deci- siva a la concepción como momento intenso de la práctica del proyecto. Descargada de cometidos que le son impropios, la imagi- nación dejaría de ser la alternativa patológica de la concep- ción, para convertirse en condición necesaria de su posibili- dad; se alejaría de cualquier ansia de innovación caracterís- tica de mercados siempre insatisfechos, para recuperar su con- dición de facultad básica del pensamiento visual: estímulo y, a la vez, instrumento de verificación de la formalidad de lo conce- bido. Se desharía, por fin, la paradoja que acompaña a la ma- formalidad como ámbito específico en el que se da la concep- ción espacial que identifica y singulariza al objeto, la imagina- ción asume un cometido totalizador que desborda su compe- tencia: proyectar imágenes que den cuenta de la totalidad de un objeto sin forma. El desplazamiento de la identidad de la obra desde el ámbito de la estructura visual al de la pregnancia figurativa es un hecho esencial que deriva de la crisis de la concepción moderna que había provocado el co- rrectivo realista. La fortuna de la imaginación supone, pues, un paso atrás en el proceso de formalización del espacio que con la modernidad se inicia: reactiva la proyección sentimental -Einfühlung- frente a la abstracción, invirtiendo el sentido de progreso en la historia del arte que Worringer describe en su conocido ensayo. La com- plicidad sentimental es en la nueva situación el único modo de experimentar el arte; desvanecida la idea de juicio estético, no hay otra vía de acceso a la obra que una sintonía afectiva con ella de cariz claramente romántico. Poco amigo de la disciplina, el imaginador se mueve a sus anchas en el ámbito de lo particular; confunde a menudo lo subjetivo con lo individual, y desconfía de cualquier criterio o sistema por si acaban despersonalizando su obra; renuncia a la universalidad, aquello que confiere abstracción a la acción subjetiva, por miedo a incurrir en convenciones. Desconfía de cualquier reflexión sobre su obra, incluso del propio juicio sobre ella; en realidad, la desprecia: sólo se gusta a sí mismo proyec- tado en ella. 72 73 34 Antonio Bonet Castellana, La Ricarda. El Prat de Llobregat, Barcelona (España). 1953-1960 yoría de arquitecturas imaginativas, la duda permanente acerca de la imaginación real de sus autores: si fueron capaces de representarse previamente en imágenes lo que ideaban proyec- tar, ¿cómo no vieron la conveniencia de desistir en el empeño, a la vista del cariz que iba tomando la criatura? Los realistas objetaban sobre todo a los arquitectos moder- nos que actuasen con prejuicios estilísticos. Actuando así, argu- mentaban, incurren en un academicismo análogo al que trata- ron de clausurar con su irrupción en la historia. El reparo partía de una doble asunción: que lo contrario al academicismo clasicista es la imprevisión y el espontaneismo a que conduce la falta de cualquier criterio, y que el modo moderno de concebir la forma constituye un estilo análogo a los que le precedieron en la historia de la arquitectura. En realidad, la objeción arranca- ba de una idea precisa de modernidad, relacionada con un método operativo que gestiona la respuesta arquitectónica al programa con neutralidad y transparencia. Los tópicos acerca del fundamento científico, neutral, con que la arquitectura trató al principio de mostrarse como un producto necesario de la época, habían calado con fuerza en la conciencia de los realistas. No hay que olvidar que sus teóricos habían aprendido la arquitectura moderna en los li- bros; o sea, que habían sufrido el filtro ideológico de quienes, incapaces de convivir con la incomprensión del fenómeno mo- derno, decidieron explicarlo por su cuenta y riesgo. Los teóricos del realismo se basaban, pues, en una idea amañada de modernidad, para la que su neutralidad, transpa- rencia, objetividad y racionalidad, eran sus valores indiscuti- bles. Pero, el modo en que los arquitectos modernos ordena- ban sus edificios no era neutral ni, por tanto, transparente a la función: había una mediación en el acto de proyectar, asumida 74 EL ESPACIO ANIMADO 35 Aldo Van Eyck, Orfanato. Amsterdam (Holanda). 1958-1960 77 36 Carvajal / García de Paredes, Escuela Universitaria de Estudios Empresariales. Barcelona (España). 1954-1960 tica naturaleza, pero mi glosa se orienta aquí hacia un proble- ma al que se alude en el enunciado del capítulo, que ha tenido -y probablemente tendrá- una incidencia decisiva en los modos de proyectar: la asignación al objeto de atributos propios del sujeto. Conviene recordar, a este respecto, cuanto se dijo en el apar- tado anterior acerca del cometido desartizador de los realismos, de su búsqueda de transparencia artística del objeto, en rela- ción con la fortuna de la imaginación como atributo determi- nante del interés de la obra. El paso siguiente es valorar el obje- to, ya no sólo por responder a la facultad del sujeto -la imagina- ción- sino por asumir la capacidad de respuesta a circunstan- cias externas o internas con ademanes que dan muestra de su vitalidad. Gestos que en su notoriedad revelarían a primera vis- ta lo esencial del proyecto y, por tanto, serían indicio inequívoco del interés de su arquitectura. Nada hay que objetar a quien prefiere espolear su espíritu suponiéndose en un espacio que le habla: Baudelaire, en cierta ocasión, se sintió observado por las estatuas del jardín que transitaba, sin que ello llegase a tener una incidencia decisiva en la historia de la forma escultórica. La imaginación literaria es a menudo recurrida por los arquitectos como estí- mulo para la creación auténtica, aunque la gestualidad genéri- ca de la que hablo no tiene que ver con ello: responde a la necesidad de contar con criterios inmediatos de interés que sus- tituyan a la formalidad abandonada. Ahora bien, no se recurre al gesto por su capacidad estabilidad del sistema de las relaciones internas identificables por la visión. La referencia a los seres vivos como el recurso a la máquina ha sido siempre, como se ve, estrictamente metafórica: la finali- dad del organismo vivo, la consistencia que le confiere su siste- ma propio de relaciones causales, está orientada a un fin exte- rior a su propia estructura, que es la subsistencia; la finalidad de la obra artística es libre, no tiene fin alguno fuera de su existen- cia como constructo visual. Pero los arquitectos no siempre han visto así las cosas; en general, han pensado más bien al contrario: en el ser vivo se ha reconocido a menudo un modelo de comportamiento que el arte debería imitar, y la máquina se ha propuesto con fre- cuencia -y en la práctica continúa asumiéndose- como refe- rencia iconográfica de la arquitectura avanzada. En uno y otro caso se han obviado las características que indujeron a Kant y Le Corbusier a ejemplificar sus respectivas teorías con analogías: orgánica, en un caso, y mecánica, en otro. En general, de los seres vivos se valora sobretodo su capacidad para actuar según las circunstancias del caso; de la máquina, una iconografía a la que se atribuye desde hace ochenta años un simbolismo de progreso. La estabilidad de la estructura de los organismos vivos y la precisión del ajuste interno de la máquina son atributos irrelevantes, por lo común, para quie- nes explícita o implícitamente promueven hoy la analogía. No me parece en absoluto ociosa la reflexión sobre los modelos de la obra de arte a la hora de indagar sobre su autén- 78 79 37 S.O.M., Terminal internacional de aeropuerto. Nueva York (Estados Unidos). 1958-1960 La revolución en el ámbito de la estética que supuso la mo- dernidad respecto del clasicismo en su acepción mas genérica, tuvo su epicentro en la sustitución de la mímesis por la construc- ción, como criterio de formación del objeto. El cometido reproductor del arte cedió el paso a un empeño conformador que hace de la propuesta de estructuras genuinas el objetivo de su impulso creador. Su corolario es que mientras en la arquitec- tura de ascendencia clasicista el tipo confiere identidad al obje- to, en la arquitectura moderna es el programa el que identifica al artefacto. En el campo de la estética se consideran las anteriores precisiones como hechos generalmente aceptados, y a me- nudo se las encuentra descritas con tanta aplicación como escepticismo: en realidad, pocas veces adquieren en ese con- texto otra consideración que la de meros dicharachos acadé- micos. Conviene advertir, en cambio, que no se trata de puntualizaciones teóricas debidas al ocio de desocupados, sólo consistentes al margen de la realidad, sino que, por el contrario, describen el propio fundamento estético de las obras de la arquitectura moderna. El motivo de la desconsideración reside en que los cronis- tas de la modernidad arquitectónica cimentaron sus aprecia- ciones en aspectos estilísticos, sin atender como debían a la dimensión formativa en que se funda el nuevo modo de conce- bir. Al no vislumbrar el sentido auténtico de la arquitectura que glosaban, los críticos vieron en el funcionalismo una aportación práctica a la arquitectura de la máquina que, garantizando su eficacia, la vinculaba al espíritu positivo de su tiempo. El pro- grama sería, desde esta perspectiva, un mero sistema de pres- cripciones que determina la forma de modo inmediato: nadie vería ya en él la condición que identifica el objeto en la medida que aporta el material activo que éste disciplina y estructura según una lógica de intelección visual. De modo que el funcionalismo actuó como ídolo de la conciencia de los críticos, lo que mantuvo oculto su sentido profundo, a saber, que la arquitectura moderna es funcional porque parte del programa concreto, con su estructura específica, como elemento que, a la vez que estimula la forma, establece su ámbito de posibilidad en la ordenación del espacio habitable; no se debe entender, por tanto, el funcionalismo moderno como el reconocimiento teóri- co de la claudicación de la forma ante el cometido determinante del programa. Fascinados con la eficacia con que la arquitectura moder- na “resuelve” los problemas funcionales -con más motivo, si se tiene en cuenta el modo genérico de afrontarlos de la arquitec- tura clasicista- críticos y arquitectos se acostumbraron a ver en la formalidad de los edificios un modo natural de responder a los programas, sin otra mediación que la asunción incondicio- nal del eslogan “la forma sigue a la función”. Pero esa respuesta al programa no era inmediata, por mucho que los propios ar- quitectos lo consideraran así; el hecho de que los criterios for- males modernos se adquieran por la experiencia visual de las obras, de modo inconsciente, sin asunción teórica de lo que representan en el proceso de concepción, no los convierte en 82 ESTRUCTURA DEL PROGRAMA Y FORMALIDAD DEL SITIO 39 Bassó / Gili, Editorial Gustavo Gili. Barcelona (España). 1957-1961 83 instancias neutrales del sentido común. La falta de conciencia de la dimensión formadora del pro- yecto moderno y de su cometido estructurante del espacio útil, unida a la insistencia con que se recurre a sus aspectos figura- tivos o estilísticos, han tenido una incidencia determinante, no tanto en la difusión de la propia modernidad cuanto en la pro- puesta de las sucesivas superaciones históricas de la misma que han recorrido la segunda mitad del siglo XX. En efecto, al consi- derar que la respuesta formal de la arquitectura moderna al programa era de naturaleza funcional, y que la opción estética residía en el sistema estilístico, las doctrinas que con la coartada de un supuesto agotamiento simbólico se aprestaron a sustituir- la, centraron su empeño sobretodo en el recambio figurativo, dejando las cuestiones formales a la conciencia de cada cual. Tras unos años de posmodernismo radical, en el que el re- curso a esquemas clásicos fue un modo confortable de obviar el problema a fuerza de audacia y desconsideración, el alumno en la escuela, y el arquitecto en la calle, se encontraron sin una capacidad para ordenar el programa, comparable a la que el Estilo Internacional había divulgado, y sin un modo alternativo de atender a los requisitos funcionales que no fuera la claudica- ción sistemática ante la presión de sus demandas. La ausencia de tensión entre la formalidad del sitio y la estructura del progra- ma, convirtió el proyecto en un mero juego de empaquetar acti- vidades, sin otro criterio o limitación que los hábitos funcionales de un falso sentido común. El programa se convierte, de ese modo, en un escollo a sortear: deja de constituir el material estructurado sobre el que la acción de quien proyecta establecerá un orden especial irreductible a sus condiciones pero de ningún modo ajeno a ellas. Desaparecido el rozamiento que la lógica del programa provoca en el proceso de formación del objeto, el proyecto pasa a depender de una “idea” de naturaleza seudoliteraria, en la que las intenciones y deseos del autor parecen adquirir trascendencia por el tono pedante y cursilón con que a veces se proclaman. El vaciado estructural que provoca la “arquitectura de la idea” va acompañado de una desconsideración formal del sitio, a menudo travestida de auscultación sicotópica del lu- gar. No sorprende, así, la dificultad con que en las últimas décadas se afrontó la dimensión espacial del sitio: las cate- gorías visuales de la posmodernidad han propiciado la re- ducción del episodio espacial más intenso a la banalidad de un escenario intercambiable, orientado a peraltar la artificiosidad de cualquier capricho. En ocasiones, cuando se quiere actuar con el patrocinio de la historia, el arquitecto se afana en seguir las “huellas” de una construcción pasada o vecina, de modo que sus respec- tivas directrices serán determinantes para la configuración del nuevo edificio. La atención al lugar se reduce, en este caso, a un ejercicio de extrapolación geométrica que encubre su ar- bitrariedad manifiesta con la indiscutible autoridad de una realidad pasada, hechas geometría sin fin. Como ocurre con el programa, la desconsideración del sitio 84 O Los autores, 1998; O Edicions UPC, 1998 87 fectamente explicables desde consideraciones del pensamiento común. A la vez que disminuye la consideración del programa, el proyecto sufre una repentina atención metafísica al lugar que trata de compensar la pérdida de la intensidad visual de la expe- riencia con las fantasías de una descripción literaria desinhibida. El solar, desprovisto de su formalidad latente, debido a los nue- vos hábitos perceptivos del arquitecto, en adelante, “sugiere y desea”, para acabar imponiendo soluciones que, a su vez, “in- terpretan y responden”, valiéndose para ello de una gestión ex- plícita del ademán. El mito del edificio viviente se reanima: la obra se entiende como un conjunto de gestos que responden sin mediación al menor incidente del lugar. En realidad, al atribuir actividad orgánica al edificio, se le está reconociendo una condición de objeto completo y aca- bado que presupone el aislamiento respecto del ámbito es- pacial que lo envuelve; de ahí que se confíe en el gesto como modo de reconocer la presencia de solicitaciones del escena- rio ajenas a la propia naturaleza del artefacto. Objeto y esce- nario son, desde esta perspectiva, entidades pertenecientes a lógicas irreconciliables, universos formales autónomos, cuya única relación residiría en el ademán con que el objeto res- ponde a un contexto que por definición le es extraño. Situación bien distinta a la que se da entre la obra y el sitio si se actúa con una idea abstracta de forma, basada en la relación visual como vía de producción de sentido en el espa- cio. En efecto, vistas así las cosas, la propia idea de objeto aparece relativizada; la noción de relación visual no tiene por qué reducirse a la que se da dentro de los límites físicos de la obra: acaso en el ámbito de su materialidad la presencia de tales relaciones será mas intensa, pero, en todo caso, son del mismo modo formales los vínculos que refieren el artefacto al lugar en que se constituye. Vínculos que nos son más irrele- vantes por ser menos manifiestos; que se fundan en la naturale- za sutil y rigurosa de la visualidad inteligible que caracteriza a los espacios modernos. La pérdida de la conciencia de esa formalidad sin límites que caracterizó a la mejor arquitectura de este siglo, motiva- da por el declive de la visualidad formal, está acaso en el fondo con que a menudo se glosa la falta de espacialidad urbana de la arquitectura moderna. El abandono de lo formal y la inmersión en el universo de la expresión corporal propicia la afectación y el espasmo, como sucedáneo de la intensidad visual que provoca la consisten- cia de un objeto complejo. La idea del espacio actuante, a la que lo anterior conduce, explica el zoomorfismo más o menos encubierto que anida en la iconografía de la arquitectura que centra en la expresión personal su cometido artístico. La desconsideración del programa y el interés por una noción metafísica del lugar aparecen, como se ve, como con- secuencia de la pérdida del papel estructurante y formalizador del proyecto, ocurrida con la asunción de las doctrinas realis- tas que emergieron a finales de los años cincuenta y alcanzaron su apogeo durante la década de los sesenta. El desvanecimien- 88 89 42 J. Pratsmarsó, Casa Cantarell. Begur, Girona (España). 1962 valores de imagen; en cambio, parece situar a quien lo propone en un limbo objetivo, respetable por el prestigio de la referencia. La realidad es bien distinta: de hecho, el constructivismo es la cara oculta de la atectonicidad; oculta, porque a la vista del ingenuo puede parecer lo contrario. Lo tectónico es un atributo del artefacto, no un rasgo visual de su apariencia. Los criterios constructivos afectan al objeto en su totalidad e inciden en el momento de su concepción: quedan integrados en el todo, por el efecto de síntesis que supone el proyecto; su presencia en la obra es, a menudo, irreconocible. El constructivismo, que en su origen fue un intento de en- contrar una legalidad a la forma por medio del énfasis en la construcción, se usa hoy como un estilo más que nutre su iconografía en las convenciones visuales de una idea de téc- nica anecdótica y «bricolagera». Animado por un empeño con- tinuo en acentuar lo que es obvio, el constructivista acaba por reproducir un ambiente industrial de gusto siderúrgico, que acaba autoalimentando a sus elementos. Propio de arquitecturas poco rigurosas, ese empeño en mostrar el montaje comparte el infantilismo audaz con la mayoría de los estilos que hoy conocen el éxito. Armados con una mentalidad analítica, poco dotados, por tanto, para la concepción, quienes así proyectan suelen confiar en la exhibi- ción del montaje la contrapartida artística de objetos produci- dos, en el mejor de los casos, con criterios de razón pura. No hay concepción sin consciencia constructiva. La fricción entre la estructura física y la visual es el problema central de la arquitectónico debe contener necesariamente, se entiende casi siempre como una opción de proyecto, entre otras posibles, empeñada en acentuar los aspectos materiales de un artefacto macizo y de constitución robusta. De modo análogo, e igual- mente legítimo -se piensa-, a como en otros casos puede conve- nir mostrar ligereza e inmaterialidad. En definitiva, se da a la construcción el estatuto de elemento que puede ser obviado en el proyecto; susceptible, en todo caso, de ser usado como argu- mento simbólico o iconográfico, cuando se considere oportuno por quien decide. La tectonicidad es, en realidad, una condición de la forma arquitectónica que aporta un orden al material, previo a lo arquitectónico, del que la arquitectura se nutre. Garantiza la verosimilitud física del artefacto y se rige por criterios de autenti- cidad. No se alcanza por la mera expresión del procedimiento constructivo ni se orienta a una idea de verdad como transpa- rencia y adecuación, sino que es la noción de coherencia su horizonte sistemático. No obstante, el constructivismo más o menos emblemáti- co ha sido una de las doctrinas más fomentadas durante la segunda mitad de este siglo: con periodicidad regular y fre- cuencia creciente, surge quien -con o sin doctrina que lo arro- pe- propone esa arquitectura hipertécnica, que parece que ha de conducir definitivamente a su cauce las aguas desbocadas por las ínfulas expresivas de los arquitectos. El uso exacerbado de la construcción como parámetro determinante de la forma acaba siendo en realidad un recurso para garantizar ciertos 92 93 44 Fargas / Tous, Casa Ballvé. Barcelona (España). 1961-1963 creación auténtica. Reemplazar lo tectónico por la expresión or- namental de lo técnico es un modo de apartar el proyecto de la arquitectura; es pervertir el criterio técnico al convertir su abuso en estrategia comercial. Lo tectónico tensiona lo formal, discutiéndole en ocasiones la autoridad legal del proyecto: como ocurre con la lógica del uso, la razón constructiva parece absorber a veces los criterios de concepción del objeto, creando la ilusión de que alcanza un cometido totalizador. Es en estos casos, sobre todo, cuando se plantea con mayor intensidad la autonomía del principio estucturante del orden. Lo tectónico no es, pues, un valor arbitrario de la arquitec- tura, más o menos asumido según las ocasiones, sino que es una condición necesaria que delimita el ámbito de posibili- dad de la forma: define los atributos de la materia sobre los que actuará la acción formativa del sujeto. Pero, a la vez que responde a la disciplina que rige el uso de los elementos físicos, lo tectónico acentúa la presencia plás- tica del material: color y textura son atributos de los elementos constructivos, pero también son cualidades visuales capaces de interactuar, al margen de cualquier disciplina técnica, en el ámbito del artefacto arquitectónico considerado en su totalidad. Es un hábito extendido considerar que las relaciones vi- suales que configuran la estructura espacial de la arquitectu- ra son vínculos referidos a elementos geométricos; inmateriales, por tanto. Así, se habla con frecuencia de relaciones entre pla- nos, aristas y huecos, obviando sus aspectos materiales concre- tos, con la convicción de que de ese modo se establece una relación más abstracta. Actuando así, en realidad la relación se empobrece, al faltar entre los elementos que la soportan la pre- cisa materialidad que daría consistencia arquitectónica al epi- sodio. Si se hace abstracción de la realidad física, con sus atri- butos corpóreos y cromáticos, la concepción corre el riesgo de convertirse en una incursión ingeniosa en los dominios de Euclides, ajenos por sí mismos al territorio de la arquitectura. Y de nada sirve pensar que la asignación del material es una operación posterior a la definición geométrica del espacio: tal práctica obliga a neutralizar hasta tal extremo los atributos de los elementos en juego que a la postre resulta difícil encontrar motivos para definirlos: se acaban decidiendo, en última instan- cia, con un respeto acrítico a las convenciones o con un indis- criminado criterio de fotogenia estilística. La concepción actúa, pues, sobre realidades físicas, capa- ces de generar una visualidad intensa que afecta a la totali- dad de la experiencia espacial. La tectonicidad, esa verosimi- litud constructiva que en ocasiones adquiere el material de la arquitectura, forma parte del rozamiento que encuentra la for- ma en su constituirse. De manera análoga a los requisitos funcionales, la construcción introduce una disciplina al con- cebir; pero del mismo modo que con ellos ocurre, no se trata sólo de un impedimento momentáneo que entorpece el pro- ceso del proyecto, sino que constituirá a lo largo de la vida de la obra un agente activo en la génesis de su sentido formal, y por tanto arquitectónico. 94 97 46 Corrales / Molezún, Edificio de viviendas. La Coruña (España). 1965-1967 La evolución histórica de las técnicas constructivas ha con- ducido a una progresiva especialización del material continuo en elementos y sistemas dotados de misiones específicas: el so- porte del edificio y el cerramiento del espacio, que en las cons- trucciones antiguas coincidían en una fábrica indiscriminada, fueron cometidos asignados con el tiempo a elementos clara- mente diferenciados. Este proceso culminó en la construcción moderna con la total autonomía del cerramiento debido a la generalización de la estructura de pilares y jácenas. Es innecesario glosar aquí de qué modo la arquitectura moderna asumió y explotó las condiciones que tal modo de construir inauguraba. En ocasiones, se ha tratado de explicar el fundamento de la idea moderna de espacio como respuesta al nuevo estatuto de la estructura en el conjunto de la obra; tal es la relevancia que la nueva condición del soporte adquirió en la concepción de la arquitectura durante poco más de la primera mitad del siglo xx. Mientras soporte y cerramiento, aun sin coincidir, integra- ban sistemas en los que la superposición se daba por contigüi- dad, su necesaria compatibilidad métrica y material determinó que la estructura fuese una parte esencial del edificio, por lo que no podía separarse de la del conjunto. En los últimos años sesenta se inició la absorción de las jácenas por el forjado al que sirven, de modo que la estructu- ra se redujo a un sistema de pilares soportantes de unas pla- cas rígidas sobre las que discurre la actividad. Esta situación acentuó la conciencia de autonomía de la estructura y avivó la tentación de aplazar su determinación; hasta el punto de llegar a considerarse como un trámite ajeno y posterior a la concep- ción global del edificio. La nueva mentalidad, peraltada por la indisciplina geométrica que el forjado reticular propicia, ha con- tribuido a relegar la definición de la estructura a la condición de operación subsidiaria, regida por criterios de eficacia con esca- sa incidencia en la concepción de la estructura espacial. Así, la conquista de la autonomía física del soporte respecto del cerramiento del edificio se asume como una invitación a la discontinuidad conceptual: la estructura soportante ya no ayuda a estructurar el espacio, se limita a constituir un estorbo inevita- ble. Con ello se colma el proceso de pérdida de tectonicidad y se pierde uno de los valores esenciales de la forma moderna: la tensión que deriva del control espacial del desplazamiento entre soporte y cierre. Este fenómeno, generalizado en la arquitectura de las últi- mas décadas, tiene naturalmente su correlato en los proyectos escolares: dentro de la crisis de la concepción como momento esencial del proyecto en el que la forma adquiere entidad arqui- tectónica, la ignorancia del cometido regulador de la estructura es acaso la patología más habitual. Es difícil admitir que la concepción visual de un artefacto pueda obviar el momento de su construcción: la propia idea de concebir, formar idea de algo, supone la determinación de un atributo esencial para el nuevo objeto como es su consis- tencia física. Es, acaso, la generalización del propósito de ima- ginar como sucedáneo perverso del concebir el hecho que ha 98 EL ESPACIO DEL SOPORTE 47 Gerrit Th. Rietveld, Academia de Bellas Artes. Amsterdam (Holanda). 1956-1967 O Los autores, 1998; O Edicions UPC, 1998 99
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